POR NORBERTO HERNÁNDEZ BAUTISTA
Del 9 al 12 de diciembre de 1531 tuvo lugar el gran acontecimiento de las apariciones de la Virgen al indio Juan Diego. Desde entonces, una imagen, un rostro moreno, el códice guadalupano sigue uniendo a México. Cada una de las partes que componen la imagen estampada en la tilma del indio bueno de Cuautitlán, de San Juan Diego, es un mensaje que expresa bondad, consuelo y un llamado de respeto e igualdad para todos los fieles.
Apenas diez años después de la conquista armada, el milagro de las apariciones detonaron la conquista espiritual del Virreinato de la Nueva España; lo que a partir de 1821 llamamos México. De esta manera, es falso que la conquista haya durado poco más de dos años; en realidad fue un proceso que duró siglos. Poco a poco se fue dando la unión de dos mundos diversos, de dos culturas que decidieron unirse en lugar de exterminarse. De ahí que somos la versión de una sociedad que nació de la tensión, originada por la conquista aliada de españoles e indígenas, que combatieron y derrotaron el dominio mexica.
Al día siguiente del arribo de Hernán Cortés a San Juan de Ulúa tuvo lugar la primera misa ofrecida por el fraile Bartolomé de Olmedo y el clerigo Juan Díaz. Conforme avanzó el ejército de conquista hacia Tenochtitlan los actos religiosos fueron en aumento. Así sucedió hasta que entre 1523 y 1524 llegaron los primeros frailes franciscanos, agustinos y dominicos para emprender la evangelización que dio fin a los sacrificios humanos, al politeismo, a la poligamia y a la antropofagia, practicada en ceremonias ofrecidas a los dioses del mundo prehispánico.
A la vez que los frailes evangelizaban, también reclamaron humanizar el trato a los indios, condenaron el abuso de los opresores y lo denunciaron ante la autoridad del rey Carlos V. El trato indigno de los conquistadores se contrarrestó por el humanismo de los frailes misioneros, considerados los padres de la iglesia católica en México. Vestían como el más humilde, comían como el más pobre y vivían para ayudar al prójimo necesitado. El número de misioneros era mínimo, sin poder abarcar el territorio donde eran demandados; sin embargo, en su ayuda acudió un acontecimiento milagroso, un hecho que hizo posible trazar nuevos caminos de formación cultural, de unidad y de creencia.
En 1531, según el documento trascendental de las apariciones —escrito por el indio sabio, Antonio Valeriano— el Nican Mopohua, Juan Diego iba de camino a la iglesia de Santiago Tlatelolco cuando, en la colina del Tepeyac, fue testigo de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Este hombre sencillo, indio macehual, fue el elegido para ser el mensajero de la Virgen ante el obispo fray Juan de Zumárraga.
De esta manera, el acontecimiento guadalupano fue el hecho concreto que vino en auxilio de la labor evangelizadora de los frailes; en poco tiempo la conversión se proyectó como un hecho integrador y un vínculo de identidad ante lo desigual y lo diverso. Entre 1532 a 1537, de acuerdo a publicaciones de la época, fueron millones los convertidos y bautizados a partir de las apariciones de la Virgen. Irremediablemente, su presencia y devoción se expandió en todo el Virreinato de la Nueva España.
Desde entonces, la Virgen de Guadalupe y San Juan Diego han estado al lado de su pueblo, compartiendo momentos de dolor, de esperanza, de amor al prójimo sin importar la riqueza de unos o la pobreza de otros. La casa que pidió la Virgen empezó como una pequeña ermita hasta ser la Insigne Basílica de Guadalupe.
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