POR NORBERTO HERNÁNDEZ BAUTISTA
La historia de las elecciones en México está marcada por fraudes electorales escandalosos. Dos de ellos son los más representativos, porque se dieron cuando la oposición tuvo oportunidades reales de competir y ganar. El primero de ellos ocurrió el 6 de julio de 1988. El proceso electoral de aquel año fue considerado un rompimiento del sistema político mexicano formado al triunfo de la Revolución Mexicana y con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929.
El presidente De la Madrid, cabeza del régimen, no pudo mantener la unidad política que era su fortaleza, dando lugar a una disputa entre dos proyectos de nación: el que escindió, que representaba al nacionalismo revolucionario y la corriente neoliberal integrada por funcionarios jóvenes formados en el extranjero. Luego de una intensa movilización social, opuesta al gobierno, surgió el Partido de la Revolución Democrática (PRD) en 1989 que se convirtió en la oposición de izquierda. También se dieron reformas políticas para dar mayor apertura a la equidad en la competencia electoral, pero sin poner en riesgo la normalidad controladora del régimen político.
La crisis económica, los escándalos de corrupción, la apropiación de la riqueza nacional en unas cuantas manos frente a la creciente desigualdad y pobreza de millones de familias hicieron posible la alternancia política en el Poder Ejecutivo en 2000, el Partido Acción Nacional (PAN) ganó las elecciones presidenciales. Eso no significó un cambio en las estructuras del sistema político que siguió operando sin cambios reales. En las elecciones presidenciales de 2006, el factor decisivo en el resultado fue el segundo fraude electoral que quitaba el triunfo a la oposición de izquierda.
Las protestas fueron intensas, pero el resultado se mantuvo. El candidato de la izquierda derrotado, a la mala, se convirtió en un líder actuante. Volvió a competir en las presidenciales de 2012, y esta vez, el poder económico y los dueños de los medios de comunicación orquestaron una estrategia de desgaste en su contra para llevar a la presidencia al candidato del PRI. Fueron momentos de regocijo para el PRI, el PAN y las élites políticas y económicas del país. Mejor imposible.
El líder de la izquierda siguió recorriendo el país, se salió del PRD, formó Morena, se llevó a la militancia perredista y empezó a ganar elecciones. Llegó el 2018, el desgaste del régimen era tal que fue imposible evitar su derrota. Pensar en otro fraude para mantener el poder ya no era viable. Ganó Morena la presidencia del país y la mayoría en el Poder Legislativo. En las elecciones de 2021, llamadas intermedias, volvió a ganar la mayoría en la cámara de diputados lo que fue un fracaso para la alianza PAN-PRI y PRD. Las elecciones estatales corrieron el mismo resultado: Morena y sus aliados ganaron 23 de 25. El odio de la derecha arreció, montaron una campaña negra costosa para desprestigiar a su adversario. Fracasaron.
Así llegaron los comicios presidenciales de 2024. Decisivos para uno y otro bando. Fue una paliza. Morena ganó con casi 36 millones de votos, más del doble de la candidata del PAN-PRI-PRD que llegó a 16.5. Además, logró la histórica mayoría calificada en la cámara de diputados. Esta vez, regresó el fraude, solo que no lo cometió el partido ganador ni el presidente. El fraude fue cometido por los líderes de los partidos derrotados. Los tres son responsables de la derrota estrepitosa de la derecha. Son personajes que no representan a nadie, pero son los únicos ganadores de la debacle electoral; ahora son senadores.
El “ata”, malito y el feo destrozaron a la derecha; ellos son el verdadero fraude, nadie más.
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